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El mundo del futbol y concretamente el del Betis a dejado a grandes nombres que quedaran para siempre en la memoria de los aficionados, en los inmortales tienen cabida todos los grandes jugadores que han vestido la elastica de las trece barras verdiblancas.



Hay varias leyendas sobre el ilustre equilibrista sevillano Rafael Gordillo, y según se dice en los mentideros del barrio de Santa Cruz todas son verídicas. La primera de ellas explicaría su desvencijada elasticidad; esa especie de caos vertebral con que maniobraba por la zona izquierda de la cancha: pide la pelota, relaja los hombros en un inconfundible gesto de gato montés, y comienza a trepar por el aire. A partir de entonces se operaba una sorprendente transformación en su cuerpo. Aflojaba la nuca, forzaba ángulos y coyunturas y comienza a desarmarse taba a taba como si estuviera poseído por el esqueleto colgante de un gabinete de anatomía.

La facilidad conque plegaba y desplegaba la figura hizo pensar que tenía huesos de contorsionista. Así como una antigua leyenda taurina decía que los toros de Miura echan en el espinazo una pieza suplementaria que les permitiría girar el cuello unos grados más hasta alcanzar la femoral del torero, otra explica que, por un antiguo problema de nutrición, Rafa se quedó a medio calcificar y, armado de cartílagos por todas partes, se convirtió en un tiburón de agua dulce con la complicidad del Guadalquivir. Los hechos y las formas avalan esta hipótesis: en plena carrera parecía que el fémur se le doblaba por la mitad y engarzaba misteriosamente con una triple tibia de goma y un tobillo flácido. Sería este complicado juego mecánico lo que le permitiría llegar hasta la línea de fondo, accionar su pierna extensible, y rebañar el balón en los banderines como si fuese una tapa de menudillo.

Lejos de los actuales deportistas macrobióticos, este chico del Polígono San Pablo ha viajado tranquilamente por la cerveza y el humo. En realidad era idéntico a Puskas, Kubala, Garrincha y a todos aquellos seres superdotados que jugaron por cuenta propia y que el fútbol nunca logró reemplazar. Mientras los demás alcanzaban la meta sólo porque se habían llenado el depósito durante la semana, él se limita a perseguir la extenuación como si fuera un horizonte: llegaba arriba totalmente agotado, pero en un último esfuerzo volvía la cabeza y empleaba el resto de su alma en pedir la pelota y disparar a gol. Su problema es que en ningún momento aprendió a decir basta. Por eso a él nunca le sustituyeron: simplemente era evacuado por el entrenador.

Deportista preindustrial que, gracias a su corazón de oro y a sus coronarías de acero, logró prosperar en el imperio de la proteína. Desde la altura de sus noventa kilos, lo dijo el mejor Ruud Gullit cuando le preguntaron quién querría haber sido: "Yo quiero ser Gordillo", confesó. Briegel, Van Basten, Maldini y otros atletas evidentes habrían dicho lo mismo. ¿No quedábamos en que las bandas eran un dominio de los atletas diseñados por ordenador? ¿Qué pintaba en el fútbol ese muchacho de hueso que corre como si hubiera escapado de un campo de concentración? Gullit conocía la respuesta: el ***** era nuestra última oportunidad de demostrar que el fútbol no lo inventó Arquímedes, sino Píndaro.

Dicho lo cual, sólo queda reconocer que es un privilegio haberlo visto desguazarse por las canchas, como un pequeño dinosaurio empeñado en escapar a su última glaciación.

El Vendaval del Polígono un jugador inmortal.