Gente a la que la suerte le sonríe y tiene la capacidad de ganarse el cariño de una afición casi por arte de magia. Una dinámica que, lamentablemente, acaba narcotizando al protagonista, incapaz de hacer autocrítica o digerir cambios radicales de escenario, optando en la mayoría de los casos por el victimismo y hacer responsable de los problemas a otros.
Y eso ha sido lo que le ha ocurrido a Pepe Mel, quien en poco más de un año ha pasado de héroe a villano en Heliópolis, donde la ilusión que generó el inicio de su segunda etapa como técnico verdiblanco se ha transformado, en apenas 12 meses, en zozobra y hastío al ver cómo se perdía entre excusas y ataques a otras áreas del club intentando enmascarar que le venía demasiado grande el reto de asentar al equipo en Primera.
Porque aunque el madrileño fue uno de los principales artífices del ascenso e, incluso, consiguió que el Betis arrancara con buen pie la presente campaña, el mal recuerdo de lo sucedido en la 13/14 despertó todos sus miedos y complejos, potenciando los defectos del vestuario que tenía a sus órdenes, que fueron acaparando protagonismo sin que él fuese capaz de atajarlos a base de trabajo.
Con ello, sus nervios se dispararon. Comenzó a ver fantasmas antes incluso de que aparecieran, temiendo que quizás sus propias palabras pudiesen ir en su contra. No en vano, él fue quien pidió exigencia a la grada y, paradojas del destino, era el primero que no iba a poder estar a la altura. Su legado estaba en peligro y, lamentablemente, él mismo se bastó y se sobró para emborronarlo.
Porque el mismo entrenador que fue capaz de llevar a la escuadra de las trece barras de Segunda a Europa, no fue capaz de aceptar las críticas igual de bien que los elogios, cavándose su tumba. Siempre había una causa externa para los males verdiblancos: la falta de memoria de la grada, la mala suerte, los árbitros, el exceso de efectivos de su plantilla o que al nuevo proyecto le faltaba calidad.
Todo, menos asumir su cuota de culpa, presente en la falta de trabajo sobre un equipo mejorable, pero que da para mucho más que hacer el ridículo cada fin de semana. Un grupo cuya composición él mismo supervisó junto a la dirección deportiva, al que no le ponía en septiembre "ni un pero" y en el que muchos jugadores han sido víctima de sus bandazos (por ejemplo Vadillo, pasando de descartado a titular o Ceballos, a quien ha costado Dios y ayuda ver en la media punta). Es más, si su argumento siempre fue que esto se arreglaba fichando a un extremo izquierdo, ¿cómo es que ahora faltaba gente desde septiembre y había que hacer al menos tres fichajes en invierno?
Sabía que había perdido la inmunidad que se ganó con sus éxitos pasados y, mientras el equipo seguía sin saber a qué jugaba casi a mitad de Liga, Mel también se olvidó de lo tremendamente bético que siempre dijo ser. Pese a ver que su tiempo se había acabado en Heliópolis, prefirió no dimitir, sino tensar la cuerda hasta que lo echasen, buscando cobrar su finiquito aún a costa de regalar en el camino un derbi al eterno rival.
Una agonía que mereció desarrollarse de otra manera y de la que, para qué negarlo, también fueron culpables una dirección deportiva y un consejo que continúan necesitando demasiado tiempo de respuesta. Otro ridículo de esos con los que se pretendía acabar de una vez por todas y que se lleva por delante a uno de los últimos grandes ídolos béticos, que, desgraciadamente, sólo ha resultado ser otro gigante con los pies de barro.