Ya, ya sé que ayer ganamos con goles de Rubén, de Salva, de Beñat y de Molina, pero yo ya contaba con el gol que Fernando le ha marcado a la vida.

Ese 0-1 salía de vestuarios y lo ví reflejado en las gradas del Coliseo Alfonso Pérez, llena de béticos y muchos de la peña. Durante el partido, mientras el 0-1 de Fernando campaba en el marcador hasta que se fundió con el de Molina, el pequeño Villamarín de Madrid rugía con gritos de Betis Betis, con ánimos transformados en olés y con pancartas y bufandas que explican el por qué de que el Betis sea lo que es esté donde esté. De cómo se celebran los triunfos como si fuesen finales, de cómo nos acordamos de los que menos pueden, de cómo los que no están siempre están.

Fernando metió el gol desde su casa, y su sombra llegó al área del Getafe para empujar ese tanto a la adversidad que lo había puesto sólo de rodillas, para en su lucha callada, en su pelea lenta y constante pueda volver a sonreirle a la vida, y si puede ser, agarrarse con toda la fuerza de mundo a los días y semanas, a los meses y los años. Ayer, para mí, iba ganando el Betis desde el inicio. Porque un bético ha vuelto a casa desde el borde del precipicio. Un bético de los que me gustan, de los que entienden esta filosofía como una mezcla de hermanamiento y solidaridad, de los que echan manos sin pedir nada a cambio, de los que se suceden en oleadas en este Betis al margen de luces de flashes y puestos de privilegio. Un bético tan normal como especiales son los miles y miles que componen nuestra afición.

Ayer ganamos un partido que nos puede hacer soñar, una familia, la bética, ve como uno de sus miembros recupera algo muy grande, uno de los suyos ha vuelto a casa.

La recontracronica