Menes caminaba por el borde del canal que unía la ciudad de Lunu con el gran río, mientras tiraba piedrecitas al agua se dirigía a la escuela de escribas donde se formaba para llegar a ser un cargo importante en el templo. La escritura geroglífica no tenía secretos para él, pero tampoco quería dejar de lado su otra gran pasión, soñar con sitios lejanos, ver las maravillas que Egipto erigía a sus dioses y aquellas otras que su maestro, Ptelemeo, le contaba a sus alumnos durante las horas de clase.
El sol apretaba fuerte, Menes entró en el templo y se incorporó a la clase con su tablilla, su carboncillo y el papiro que aprovechaba de mil maneras. Esa mañana, Ptelemeo les contó la historia de un reino increible allende los mares, un sitio que se conocía al igual que Egipto por su río. Ese sítio mítico del que iban y venían mercaderes y que traían objetos maravillosos. De reyes como Gerión o Gárgoris. Menes soñaba despierto mientras copiaba los geroglíficos y era corregido por su maestro, con algún coscorrón que corregía la desaplicación.
Más allá del mar... Cómo sería el mar? si ya de por sí el Nilo era inmenso, cómo sería el mar? Volvió a prestar atención cuando su maestro les informó que les llevaría a ver las pirámides. Que pasarían el río en barca y que podrían entrar en el complejo de templos que la circundaban. A Menes le llevaba a ver, de nuevo, a la esfinge, ese monumento que a sus amigos les inspiraba miedo y que a él le atraía, y no sabía por qué.
En alegre caminata, dos días después llegaban desde su ciudad a la orilla del Gran Río, del Nilo, y lo cruzaron con fuerte corriente. Siempre se agarraba a su amuleto cuando sentía temor y esta vez hizo lo mismo, un precioso escarabajo de un brillante verde que colgaba de su cuello.
Ante ellos se extendía la meseta de Giza, con su complejo de tumbas reales, templos y las maravillosas pirámides, coronadas por puntas doradas que parecían tener línea directa con los dioses. Pero también ahí estaba la Esfinge, desafiante y protectora de los faraones por cientos de años. Y también su amiga, parecía sonreirle y a su sombra el maestro los situó para darles otra clase, explicarles la mítica de dioses y los símbolos que correspondían a los faraones hasta tiempos inmemoriales. Cuando terminó los chicos se diseminaron jugando en infantiles correrías y contemplando un atardecer donde el sol hacía más imponentes las pirámides.
Menes se encaramó a la esfinge, procurando no ser visto y se tumbó en su lomo. allí creía escuchar el corazón del gigante, su respiración pétrea, se sentía bien y entró en un sopor agradable. Soñó con aquella tierra, Tartessos, mítica y lejana. Sus dioses y mitos le embriagaban y un verde intenso le venía a la mente, un verde que lo formaba un río mítico. Despertó de pronto impresionado por lo que creyó ser un gruñido de la señora de piedra, tenía la cabeza vuelta mirando a la gran pirámide, contemplándola al revés, formando un triángulo mágico, con un reflejo dorado en forma de círculo en su parte superior y formando unas extrañas rayas verticales de un color parecido al de su amuleto. Quedó maravillado por lo que veía y copió lo que vió en una tablilla de arcilla verdosa.
Al día siguiente paseaban por el puerto donde los barcos que cruzaban el Mediterráneo llegaban con ricas mercancías. Allí estaba un barco grande, de maderas que nunca Menes había visto y con gentes de piel clara y ojos verdes. Con tantos puertos visitados, los marineros hablaban todos los idiomas que les permitían comerciar. Menes se escabulló de la clase y miró fíjamente al capitán del navío que contaba los fardos y las ánforas y esperaba a los compradores locales.
Se atrevió por fin y preguntando descubrió que eran fenicios que iban de puerto en puerto negociando mercancias. Y su próximo destino era la tierra mítica de la que Ptelemeo le había hablado. El capitán confirmó las leyendas y lo magnífico de su río. Menes no paraba de preguntarle cosas y se fue el tiempo hasta el atardecer. El capitán quedó satisfecho de la conversación y obsequió al niño con un brazalete dorado formado por filas y filas de finas bolitas labradas de forma exquisita. Menes sólo pudo entregarle la visión que tuvo en la espalda de la Esfinge. El fornido marinero quedó agradecido mientras el niño se alejaba ante los requerimientos de su maestro, que trataba de reunir a los chicos para la vuelta. Guardó la figura en un ánfora en la que tenía objetos que apreciaba. Antes de marchar, el fenicio le preguntó a Menes de dónde era.
- De Lunus -respondió Menes-.
- Lunus? Los griegos llaman a Lunus Heliópolis, le contestó divertido.
- Heliópolis? qué bonito nombre -sonrió Menes alejándose.
Al día siguiente las velas se desplegaron y el barco buscó las aguas del mediterráneo para llegar a la mítica tierra de las columnas de Hércules. Tras una travesía de vientos favorables embocaron el río que después llamaron Betis los romanos soñando hacer buenos negocios con la carga. Era primavera y una fuerte tormenta bamboleaba el barco en el cauce encabritado. En uno de esos bamboleos, una pequeña ánfora calló por la borda sin que nadie se diese cuenta...
Casi tres milenios después, recién empezada una década trágica para España, un comadante de infantería paseaba por el margen derecho del río Guadalquivir cerca de aquellos hotelitos de la exposición del 29 que llamaron Heliópolis. El río estaba calmado y reflejaba una luz intensa... Se sentó en la orilla y se quedó absorto en la superficie... De vez en cuando un pez saltaba aquí o allí... una barquita de pescadores de Coria volvía después de una dura jornada a puerto y pasó cerca de la orilla moviendo el fondo. Al pasar, las olas hicieron salir a la superficie un objeto cerca de donde estaba... Parecía un envase cerrado, con una rama lo pudo acercar y comprobó que era una basija en forma de ánfora. El militar estaba deseoso de abrirlo y forzó el sello de arcilla que protegía el interior.
Cuando lo consiguió dejó caer en su mano su contenido... Era una tablilla de arcilla en la que había marcada con delicadeza un triángulo como si fuese una pirámide invertida con una figura geométrica centrada en su parte superior. Iba el triángulo marcado verticalmente con unas líneas con cierto tinte verdoso. En otro trazo, aparecía marcada la tablilla con caracteres griegos... Quiso recordar las clases recibidas en el colegio y leyó torpemente... H..E...LIO..POL... y la tablilla, al contacto con el aire, después de miles de años, se deshizo en un fino polvo en sus manos.
Aquel comandante de infantería fue miembro fundador del Sevilla Balompié, su apellido, AÑINO.
El sol apretaba fuerte, Menes entró en el templo y se incorporó a la clase con su tablilla, su carboncillo y el papiro que aprovechaba de mil maneras. Esa mañana, Ptelemeo les contó la historia de un reino increible allende los mares, un sitio que se conocía al igual que Egipto por su río. Ese sítio mítico del que iban y venían mercaderes y que traían objetos maravillosos. De reyes como Gerión o Gárgoris. Menes soñaba despierto mientras copiaba los geroglíficos y era corregido por su maestro, con algún coscorrón que corregía la desaplicación.
Más allá del mar... Cómo sería el mar? si ya de por sí el Nilo era inmenso, cómo sería el mar? Volvió a prestar atención cuando su maestro les informó que les llevaría a ver las pirámides. Que pasarían el río en barca y que podrían entrar en el complejo de templos que la circundaban. A Menes le llevaba a ver, de nuevo, a la esfinge, ese monumento que a sus amigos les inspiraba miedo y que a él le atraía, y no sabía por qué.
En alegre caminata, dos días después llegaban desde su ciudad a la orilla del Gran Río, del Nilo, y lo cruzaron con fuerte corriente. Siempre se agarraba a su amuleto cuando sentía temor y esta vez hizo lo mismo, un precioso escarabajo de un brillante verde que colgaba de su cuello.
Ante ellos se extendía la meseta de Giza, con su complejo de tumbas reales, templos y las maravillosas pirámides, coronadas por puntas doradas que parecían tener línea directa con los dioses. Pero también ahí estaba la Esfinge, desafiante y protectora de los faraones por cientos de años. Y también su amiga, parecía sonreirle y a su sombra el maestro los situó para darles otra clase, explicarles la mítica de dioses y los símbolos que correspondían a los faraones hasta tiempos inmemoriales. Cuando terminó los chicos se diseminaron jugando en infantiles correrías y contemplando un atardecer donde el sol hacía más imponentes las pirámides.
Menes se encaramó a la esfinge, procurando no ser visto y se tumbó en su lomo. allí creía escuchar el corazón del gigante, su respiración pétrea, se sentía bien y entró en un sopor agradable. Soñó con aquella tierra, Tartessos, mítica y lejana. Sus dioses y mitos le embriagaban y un verde intenso le venía a la mente, un verde que lo formaba un río mítico. Despertó de pronto impresionado por lo que creyó ser un gruñido de la señora de piedra, tenía la cabeza vuelta mirando a la gran pirámide, contemplándola al revés, formando un triángulo mágico, con un reflejo dorado en forma de círculo en su parte superior y formando unas extrañas rayas verticales de un color parecido al de su amuleto. Quedó maravillado por lo que veía y copió lo que vió en una tablilla de arcilla verdosa.
Al día siguiente paseaban por el puerto donde los barcos que cruzaban el Mediterráneo llegaban con ricas mercancías. Allí estaba un barco grande, de maderas que nunca Menes había visto y con gentes de piel clara y ojos verdes. Con tantos puertos visitados, los marineros hablaban todos los idiomas que les permitían comerciar. Menes se escabulló de la clase y miró fíjamente al capitán del navío que contaba los fardos y las ánforas y esperaba a los compradores locales.
Se atrevió por fin y preguntando descubrió que eran fenicios que iban de puerto en puerto negociando mercancias. Y su próximo destino era la tierra mítica de la que Ptelemeo le había hablado. El capitán confirmó las leyendas y lo magnífico de su río. Menes no paraba de preguntarle cosas y se fue el tiempo hasta el atardecer. El capitán quedó satisfecho de la conversación y obsequió al niño con un brazalete dorado formado por filas y filas de finas bolitas labradas de forma exquisita. Menes sólo pudo entregarle la visión que tuvo en la espalda de la Esfinge. El fornido marinero quedó agradecido mientras el niño se alejaba ante los requerimientos de su maestro, que trataba de reunir a los chicos para la vuelta. Guardó la figura en un ánfora en la que tenía objetos que apreciaba. Antes de marchar, el fenicio le preguntó a Menes de dónde era.
- De Lunus -respondió Menes-.
- Lunus? Los griegos llaman a Lunus Heliópolis, le contestó divertido.
- Heliópolis? qué bonito nombre -sonrió Menes alejándose.
Al día siguiente las velas se desplegaron y el barco buscó las aguas del mediterráneo para llegar a la mítica tierra de las columnas de Hércules. Tras una travesía de vientos favorables embocaron el río que después llamaron Betis los romanos soñando hacer buenos negocios con la carga. Era primavera y una fuerte tormenta bamboleaba el barco en el cauce encabritado. En uno de esos bamboleos, una pequeña ánfora calló por la borda sin que nadie se diese cuenta...
Casi tres milenios después, recién empezada una década trágica para España, un comadante de infantería paseaba por el margen derecho del río Guadalquivir cerca de aquellos hotelitos de la exposición del 29 que llamaron Heliópolis. El río estaba calmado y reflejaba una luz intensa... Se sentó en la orilla y se quedó absorto en la superficie... De vez en cuando un pez saltaba aquí o allí... una barquita de pescadores de Coria volvía después de una dura jornada a puerto y pasó cerca de la orilla moviendo el fondo. Al pasar, las olas hicieron salir a la superficie un objeto cerca de donde estaba... Parecía un envase cerrado, con una rama lo pudo acercar y comprobó que era una basija en forma de ánfora. El militar estaba deseoso de abrirlo y forzó el sello de arcilla que protegía el interior.
Cuando lo consiguió dejó caer en su mano su contenido... Era una tablilla de arcilla en la que había marcada con delicadeza un triángulo como si fuese una pirámide invertida con una figura geométrica centrada en su parte superior. Iba el triángulo marcado verticalmente con unas líneas con cierto tinte verdoso. En otro trazo, aparecía marcada la tablilla con caracteres griegos... Quiso recordar las clases recibidas en el colegio y leyó torpemente... H..E...LIO..POL... y la tablilla, al contacto con el aire, después de miles de años, se deshizo en un fino polvo en sus manos.
Aquel comandante de infantería fue miembro fundador del Sevilla Balompié, su apellido, AÑINO.
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