Este es un post dedicado a los béticos de Sevilla y alrededores, hecho con el único fin de que un foráneo os cuente su experiencia. Procedo de una familia futbolera a más no poder, pero sin pasión por otro equipo que no fuese el de mi pueblo, el C.D. Ronda.
Viendo ahora la vorágine malaguista por estas tierras, se me vienen a la mente varios pensamientos. El primero, cómo yo y los míos nos hicimos béticos. Era el verano de 1.989 y el Glorioso se jugaba el ascenso en la Promoción contra el C.D. Tenerife. Y después de haber visitado otros estadios, era la primera vez que pisaba el Benito Villamarín. Pasar la eliminatoria, con goleada en contra en el Heliodoro Rodríguez López, era una quimera. Sin embargo, ese día el resultado fue lo de menos. Aquel domingo, con 8 añitos, percibí pronto que el Glorioso es mucho más que un resultado, que un ascenso o que medirte a los mejores. La eliminatoria estaba perdida desde el minuto 1 y creo que todos los que estábamos allí lo sabíamos. Quedaba un cuarto de hora para el final y necesitábamos cuatro goles. Fue entonces cuando conocí lo que era el Betis y la magia del Villamarín, al ver a 40.000 personas enarbolando sus bufandas y banderas y gritando al unísono, venas marcadas en el cuello, una palabra: "Beeeeeeeeeetis". Esos miles de personas estaban orgullosos de su equipo y les daba igual todo. Hice los 120 kilómetros de vuelta a casa pensando en aquello, en semejante demostración de pasión por un escudo que representa a tantos miles de personas de todos los rincones del mundo.
Y al año siguiente, ya con 9 años, convencí a mi padre para que volviésemos los dos al Villamarín cada vez que las circunstancias lo permitiesen. No teníamos relación de parentesco con ningún bético, ni familia en Sevilla, pero sentíamos al Betis como si fuese algo nuestro, como una seña de identidad, como algo que nos representaba. Los viajes a la Ciudad del Betis y desplazamientos por toda España fueron constantes hasta que alcancé mi mayoría de edad. Recuerdo mi último año en el instituto en Ronda. Mientras la motivación de amigos y compañeros era la de salir a estudiar fuera para conocer mundo, la mía era la de irme a Sevilla por todos los medios y poder sentirme un bético más, de los de carnet y entrenamiento por la mañana, de los que prefieren comer fiambre del malo una semana y guardar unos euros para que el domingo, si mi equipo juega a cientos de kilómetros, coger un autobús y dejarme la garganta en un estadio rival.
Y estudiando en Sevilla pasé algunos de los mejores momentos de mi vida. Mi piso de estudiantes se convirtió en un "hostal" en el que béticos llegados de Cataluña, Valencia o Jaén pasaban el fin de semana en mi casa. Para mí era un orgullo acogerlos, porque sé lo que se siente siendo bético en la distancia. Han pasado 22 años de mi primer contacto con el Glorioso. Y he vivido tantos momentos inolvidables y los béticos me habéis facilitado tanto mi integración que uno de los pilares de mi vida es el Real Betis Balompié.
¿Y a dónde quiero llegar con todo esto? Fácil. Que siento pena de aquellos que sólo se apuntan a caballo ganador, de los que animan o se abonan al equipo de su tierra cuando todo va de color de rosas, cuando se ganan títulos o cuando llega un jeque que utiliza a tu equipo con otros fines. Me compadezco de ellos, porque nunca sabrán lo que es sentir un escudo, unos colores y una identidad. Así que béticos de Sevilla, valoradlo, vosotros que lo tenéis cerca. Y pensad que no todo el mundo tiene el privilegio de pertenecer a una estirpe centenaria como la nuestra, a un sentimiento que te deja marcado para toda la vida.
Viendo ahora la vorágine malaguista por estas tierras, se me vienen a la mente varios pensamientos. El primero, cómo yo y los míos nos hicimos béticos. Era el verano de 1.989 y el Glorioso se jugaba el ascenso en la Promoción contra el C.D. Tenerife. Y después de haber visitado otros estadios, era la primera vez que pisaba el Benito Villamarín. Pasar la eliminatoria, con goleada en contra en el Heliodoro Rodríguez López, era una quimera. Sin embargo, ese día el resultado fue lo de menos. Aquel domingo, con 8 añitos, percibí pronto que el Glorioso es mucho más que un resultado, que un ascenso o que medirte a los mejores. La eliminatoria estaba perdida desde el minuto 1 y creo que todos los que estábamos allí lo sabíamos. Quedaba un cuarto de hora para el final y necesitábamos cuatro goles. Fue entonces cuando conocí lo que era el Betis y la magia del Villamarín, al ver a 40.000 personas enarbolando sus bufandas y banderas y gritando al unísono, venas marcadas en el cuello, una palabra: "Beeeeeeeeeetis". Esos miles de personas estaban orgullosos de su equipo y les daba igual todo. Hice los 120 kilómetros de vuelta a casa pensando en aquello, en semejante demostración de pasión por un escudo que representa a tantos miles de personas de todos los rincones del mundo.
Y al año siguiente, ya con 9 años, convencí a mi padre para que volviésemos los dos al Villamarín cada vez que las circunstancias lo permitiesen. No teníamos relación de parentesco con ningún bético, ni familia en Sevilla, pero sentíamos al Betis como si fuese algo nuestro, como una seña de identidad, como algo que nos representaba. Los viajes a la Ciudad del Betis y desplazamientos por toda España fueron constantes hasta que alcancé mi mayoría de edad. Recuerdo mi último año en el instituto en Ronda. Mientras la motivación de amigos y compañeros era la de salir a estudiar fuera para conocer mundo, la mía era la de irme a Sevilla por todos los medios y poder sentirme un bético más, de los de carnet y entrenamiento por la mañana, de los que prefieren comer fiambre del malo una semana y guardar unos euros para que el domingo, si mi equipo juega a cientos de kilómetros, coger un autobús y dejarme la garganta en un estadio rival.
Y estudiando en Sevilla pasé algunos de los mejores momentos de mi vida. Mi piso de estudiantes se convirtió en un "hostal" en el que béticos llegados de Cataluña, Valencia o Jaén pasaban el fin de semana en mi casa. Para mí era un orgullo acogerlos, porque sé lo que se siente siendo bético en la distancia. Han pasado 22 años de mi primer contacto con el Glorioso. Y he vivido tantos momentos inolvidables y los béticos me habéis facilitado tanto mi integración que uno de los pilares de mi vida es el Real Betis Balompié.
¿Y a dónde quiero llegar con todo esto? Fácil. Que siento pena de aquellos que sólo se apuntan a caballo ganador, de los que animan o se abonan al equipo de su tierra cuando todo va de color de rosas, cuando se ganan títulos o cuando llega un jeque que utiliza a tu equipo con otros fines. Me compadezco de ellos, porque nunca sabrán lo que es sentir un escudo, unos colores y una identidad. Así que béticos de Sevilla, valoradlo, vosotros que lo tenéis cerca. Y pensad que no todo el mundo tiene el privilegio de pertenecer a una estirpe centenaria como la nuestra, a un sentimiento que te deja marcado para toda la vida.
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