Yo sé que tiene que haber veneno, sé que tiene que haber sangre caliente y algunos tienen que, incluso, mirar los testículos de los suyos para reafirmarse futbolísticamente, pero como yo no tengo que hacerlo, cada derbi me acuerdo de una de las fotos más bonitas que he hecho nunca. Si no me falla la memoria fue en el campo de Camas en un descanso de un partido de la cantera entre el Camas y el Bella. Correteaban dos niños, uno de verdiblanco y el otro de rojo, felices, con ganas, con fuerza, detrás de un mikasa que bien sabemos los que hemos jugado en equipos de barrio el significado que tiene.
Me gusta porque es también derbi, es también el alma infantil que nos llevó a elegir colores, a mamarlos desde la cuna, a disfrutarlos y sufrirlos en el cole, a ver la cara de nuestros mayores ante un gol, un descenso o una copa. Aunque es verdad que siendo niños, lo suyo era salir corriendo detrás de un balón botando, obviando malos rollos, con amistad, con alegría y pasión, la misma pasión que hace que jueguen hasta caer rendidos.
Mi derbi siempre empieza así, con una foto de unos niños que ahora seguro que son muy mayores y unas ganas por jugar ese partido que no da ni quita copas, pero que es mucho más importante, especial, diferente, único, algo que nunca tendrán los grandes, ni un clásico, ni nada.